- 16sep2013
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Confesiones de alguien que nunca ha tenido un celular
- Por superadmin
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Hace poco, publicamos en este blog un artículo sobre el Phubbing: la manía de mirar más el celular que a las personas. Ahora, compartimos este artículo que plantea una situación completamente opuesta.
Durante las dos últimas décadas he pasado 83% de mis horas de actividad disfrutando de la libertad de no poseer un celular, 5% sintiéndome petulante sobre esa decisión, 2% en situaciones en las que un teléfono hubiera sido tremendamente conveniente y 10% respondiendo a preguntas de incrédulos.
Por Gary SernovitzEste año se cumple el decimocuarto aniversario de la primera llamada hecha con un teléfono portátil realizada por Motorola frente a un grupo de reporteros en las calles de Nueva York. Por estos días cumplo también mis 40 años y en unas semanas compraré mi primer celular. No lo hago porque estoy fascinado con la invención que data de 1973; lo compro porque mi esposa ha aceptado participar en un programa académico en California, y necesitaré trabajar de forma remota desde allá cuando la visite.
Algunos de los que se resisten a la tecnología lo hacen con una determinación monástica. Otros tratan de esconderlo. Pero para todos nosotros, esa decisión se convierte en parte de nuestra identidad pública.
Durante las dos últimas décadas he pasado 83% de mis horas de actividad disfrutando de la libertad de no poseer un celular, 5% sintiéndome petulante sobre esa decisión, 2% en situaciones en las que un teléfono hubiera sido tremendamente conveniente y 10% respondiendo a preguntas de incrédulos. La primera siempre es: ¿Cómo hace su trabajo? (no soy un herrero de una feria medieval, soy el director gerente de un firma de private-equity). Explico que mis colegas son muy tolerantes, la firma me suministra las herramientas de comunicación de punta (computadora, teléfono, Post-its) en mi escritorio y que cumplir con mis tareas diarias sin un teléfono inteligente no está más allá de las capacidades humanas. De hecho, la gente vivió así desde el alba de la civilización, por allá en 1992.
Me comunico principalmente durante mis horas laborales y ocasionalmente desde una línea fija en mi casa. Trato de no cambiar planes a último momento. Mis amigos son un grupo considerado. Si me encuentro en la calle y necesito hacer una llamada, Manhattan aún tiene 5.400 teléfonos públicos, de los cuales al menos 30 funcionan. Tampoco pretendo que los celulares no existen. Los he pedido prestados en emergencias (usualmente a mi esposa, pocas veces de extraños a los que les digo que el mío está siendo reparado).
Sí, me he perdido de conferencias telefónicas porque estaba en el aeropuerto, he sido el único que ha llegado a reuniones que fueron canceladas a último minuto y respondo a los emails unas horas más tarde que otra gente. Pero puedo responder a cualquiera que me manda un email con una mano desde su iPhone a media noche mientras se cepilla los dientes: exactamente la misma cantidad de trabajo estará en la mañana, y todo siempre se hace.
Una vez que explico esos detalles prácticos, siempre recibo una segunda pregunta: «¿Qué dice su esposa?», lo cual siempre traduce «¿Cuál es su problema?» Cuando mi respuesta (a ella realmente no le importa) no logra satisfacer, el interrogador procede a decirme exactamente cuál es mi problema: que me gusta hacer más difícil la vida de otras personas (aunque no poseer un celular me obliga a ser más fiable); que no estoy dispuesto a formar parte del mundo moderno (bueno, aquí estoy); que necesito que mi mamá me compre un teléfono (una sugerencia que, reconozco, solo ha sido hecha por mi madre).
Pero ninguna de estas teorías llega al núcleo del asunto: no poseo un celular porque no quiero decepcionar a Henry David Thoreau, autor estadounidense de La desobediencia civil. La mayoría de la gente lee a Thoreau porque un profesor se lo puso de tarea o porque están bebiendo té de hierbas en un pequeño hotel de Nueva Inglaterra en una taza con inscripciones inspiradoras. Hace unos 15 años me topé con Thoreau. Sus palabras me formaron a una edad en la que estaba listo para ser formado. Para mí, las palabras de Thoreau, leídas lentamente la primera vez, parecían como la llave para abrir una reserva de fuerza de voluntad, para enfrentar las abrumadoras distracciones tecnológicas de un mundo que distrae aún más que el suyo hace 150 años. Entonces la decisión de no poseer un celular siempre fue fácil para mí. Thoreau no hubiera tenido uno (después de todo, escribió que las cosas «son más fáciles de adquirir que deshacerse de ellas»). Por lo tanto, yo tampoco lo tendría. Fin de la historia.
Aunque muchos creen que la tecnología nos ha hecho más amables, más inteligentes y más conectados, Thoreau no lo hubiera creído. Nuestras invenciones no son «sino medios mejores para llegar a un fin que no ha mejorado, un fin que nunca ha dejado de ser un logro demasiado fácil, como asequibles resultan hoy Boston o Nueva York por vía férrea». Su camino hacia un fin mejor era directo. Era el famoso grito de Walden: «simplicidad, simplicidad, simplicidad!».
Sé que los celulares tienen su uso. Pero a duras penas fue una decisión difícil sacrificar su utilidad en un intento por abrir más espacio al pensamiento. No camino la mayoría de los días reflexionando sobre formas de «vivir profundamente y extraer de ello toda la médula». Cuando doy vueltas es más probable que esté pensando en sándwiches. Pero no puedo evitar pensar en las famosas palabras de Thoreau como una esperanza y una advertencia: «Fui a los bosques porque quería vivir con un propósito; para hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida, para ver si era capaz de aprender lo que aquella tuviera por enseñar, y para no descubrir, cuando llegara mi hora, que no había siquiera vivido.
Espero tener unos pocos años más antes de morir, pero he obtenido un placer incalculable de no tener un celular, incluso si nunca llegue, como lo hizo Thoreau, a ir al bosque. Pero en unas pocas semanas compraré un teléfono. Estoy asustado. Tengo miedo de perder una pequeña parte de mi identidad: adiós a Gary, quien no tiene teléfono, primo de Dave, el de la línea fija, donde quiera que esté. Tengo temor de volverme descortés, de poner mi teléfono en la mesa del restaurante, o de jugar «Words with Friends» en un funeral porque al difunto, después de todo, le gustaban las palabras y tenía amigos.
Pero de lo que tengo más miedo es de convertirme en una herramienta de mi herramienta, de tener un arma menos en la interminable batalla para proteger el territorio de mi conciencia, parafraseando a otro de mis héroes, Saul Bellow,. Tengo intenciones de ser un usuario diferente de un smartphone. Lo usaré solo cuando viaje. En casa lo guardaré lejos de mí, en un terrario con una serpiente. Nunca enviaré textos.
Sernovitz es director gerente de la firma de inversión Lime Rock Partners y autor de las novelas Great American Plain y The Contrarians.
Fuente: http://on.wsj.com/164rgE5
CATEGORIES sociología tecnología
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