- 25may2015
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Del museo a la tienda
- Por superadmin
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¿Qué requiere un cuadro, una escultura o un simple dibujo para elevarse al nivel de ícono universal del arte? Explorar ese misterio fue el audaz desafío que se propusieron la Fundación Vuitton, el Grand Palais y el Museo de Orsay, en París, y los Museos Reales de Bellas Artes de Bruselas.
Por Luisa CorradiniNingún arte encierra tantos misterios como la pintura. Detrás del trazo de pincel pugnan los enigmas de lo que imaginó el pintor, la huella concreta que dejó sobre la tela, la lectura que realiza el espectador y, por fin, el diálogo -en permanente renovación- que surge entre el público y el cuadro, y que puede prolongarse, a veces, a través de los siglos.
Ese fenómeno, que permite comprender la química que se opera en torno a una obra de arte, no alcanza para explicar la alquimia que requiere un cuadro, una escultura o un simple dibujo para elevarse al nivel de ícono universal del arte.
Explorar ese misterio fue el audaz desafío que se propusieron -en forma simultánea- la Fundación Vuitton, el Grand Palais y el Museo de Orsay, en París, y los Museos Reales de Bellas Artes, de Bruselas.
Las exposiciones organizadas a partir de abril en esas cuatro catedrales del arte aspiran a descubrir por qué El grito, de Edvard Munch; la Venus del espejo, de Velázquez; L’Homme qui marche, de Giacometti o Liz #6 [Early Colored Liz], pintada por Andy Warhol en 1963, se convirtieron en íconos del arte global, con impacto idéntico en Tokio, Nueva York o Buenos Aires.
«Las grandes obras de arte que terminaron transformadas en remeras, tazas de café, delantales de cocina o pósteres son un despojo legal de la sociedad de consumo, que decidió sacarlas de los museos para que todos los mortales pudieran disfrutar de un segmento de eternidad», sugiere la historiadora de arte Francesca Bonazzoli, autora del libro De Mona Lisa a los Simpson. Por qué las grandes obras de arte se han convertido en íconos de nuestro tiempo.
Como toda teoría necesita verificación, Suzanne Pagé quiso someter esa idea a la prueba de una confrontación con el público en la exposición de la Fundación Vuitton, que reúne 60 obras maestras. La curadora de esa muestra no se limitó a alinear las pinturas de Bacon, Picabia, Rothko, Bonnard, Picasso, Chagall, Mondrian, Munch o Kandinsky, junto a las esculturas de Giacometti y Degas. «El punto común de esas obras es que testimonian las rupturas -estruendosas, espectaculares, definitivas- infligidas por esos artistas a la historia del arte en la primera mitad del siglo XX», argumenta la crítica de arte Sabrina Silamo.
La exposición de más de 200 obras de Marc Chagall en Bruselas se concentra en dos aspectos que obsesionaron al artista durante toda su vida: la iconografía de las pequeñas localidades judías de su infancia y las tradiciones populares. «De esos trabajos perduran algunas obras que forman parte de la iconografía del amor», asegura la curadora de la muestra, Claudia Zevi.
Más incisiva es tal vez la interrogación que formula la exposición Íconos Americanos, presentada en el Grand Palais de París. Esa muestra sin precedentes reúne 49 obras prestadas por el Museum of Modern Art de San Francisco (SFMoMA). Sólo 15 artistas fueron seleccionados para integrar esa muestra que presenta una de las mejores versiones de Liz Taylor realizadas por Andy Warhol.
«Una obra de arte necesita de cuatro elementos fundamentales para ser famosa: lo que se dice, quién lo dice, cómo se dice y dónde se dice», sostiene el crítico de arte italiano Michele Robecchi.
La consagración de la imagen
Una de las razones que influyó para que la foto serigrafiada de Liz Taylor se convirtiera en un ícono fue que Andy Warhol la realizó en 1961 muy poco tiempo después de una terrible neumonía que estuvo a punto de provocar la muerte de la actriz. La sombra de la muerte está presente en las pupilas de la estrella, excesivamente maquillada como una prostituta en decadencia. Warhol trató a Taylor como un producto de consumo, tal como había hecho con las sopas Campbell o la botella de Coca.
«El boom de la sociedad de consumo permitió que la publicidad, el cine y la televisión elevaran ciertos productos al altar artístico. El arte se apropió de la publicidad», argumenta Francesca Bonazzoli, coautora del libro Soy un mito. Las obras maestras del arte que se transformaron en íconos de nuestro tiempo, publicado en 2013.
A su juicio, el verdadero punto de ruptura se produjo en los años 60: «Fue un momento fundamental para la consagración común de la imagen: la reproducción a bajo costo, la publicidad, los viajes y el acceso popular a los museos provoca una expansión masiva del panorama visual disponible. Los afiches murales, la televisión, el cine y el packaging colocaron las imágenes en un nivel en el cual todas son potencialmente venerables, como en un flashback al siglo VI?», explica.
El cuadro de Liz Taylor fue uno de los que forjaron parte de la celebridad y la fortuna de Warhol. Eso explica la proliferación de versiones, que alcanzan precios colosales en el mercado de arte. «Poseer una obra icónica es ser propietario de todo lo que el mundo posee de más precioso en su imaginario colectivo», afirma la escritora Annie Cohen-Solal.
Para transformarse en ícono, sin embargo, necesitó que se produjera la trascendencia al nivel de mito popular. «Esa transición se produce cuando una obra deja de ser un objeto profano para convertirse en una imagen casi sagrada», estima el curador de la exposición, Gary Garrels, experto en pintura y escultura del SFMoMA.
El momento mágico se produce cuando «una imagen se emancipa del arte, desborda los límites de los museos y se convierte en una auténtica celebridad, independiente de su creación, y pasa a formar parte de nuestro panorama visual cotidiano», agrega Bonazzoli.
Ese encuentro entre la obra de arte, el público y el medio -en el sentido que le daba Marshall McLuhan- puede demorar siglos. La Venus, de Boticelli, elevada a ícono por el mundo de la moda, tuvo que esperar a Claudia Schiffer para ser famosa. Otra mítica Venus, la de Milo, sirvió para vender teléfonos, agua mineral, cereales… «Si la Venus tuviera brazos…», proclamaba -sin razón- el anuncio publicitario de Kellogg’s en 1910. La Mona Lisa, de Leonardo da Vinci, fue la obra de arte más usada y más profanada por la publicidad y el merchandising. Sirvió de modelo para promocionar el turismo a París, los lápices Faber-Castell, pinturas industriales, secadores de pelo, seguros, automóviles, tampones higiénicos, computadoras, lápices de labio, collares de esmeraldas, pantalones, zapatos y hasta dulce de batata argentino. El David, de Miguel Ángel, que desde el Renacimiento había servido como paradigma de la belleza masculina, debió aguardar hasta que la sociedad tolerara una liberalización de las costumbres, para convertirse en ícono gay. Esa relación inmoral entre el arte y la publicidad no siempre sirvió para rendir tributo al autor. Rodin jamás imaginó que su pobre Pensador iba a servir algún día para promocionar inodoros.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1795512-del-museo-al-supermercado-la-obra-de-arte-como-icono-global
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