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17feb2017

Palabras que el viento no se lleva

  • Por Cazoll
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Las utilizamos tanto y para asuntos tan triviales que minimizamos su impacto. Un vocablo negativo necesita al menos cinco positivos para compensar su efecto. ¿Por qué entonces no aprovechamos sabiamente un recurso que cuesta tan poco?

Por Gerver Torres, El País Semanal.
 

 
Con frecuencia utilizamos expresiones como “son solo palabras”, “las palabras se las lleva el viento” o “no prestes atención a las palabras, fíjate solo en los hechos”. Son locuciones coincidentes con la creencia generalizada según la cual la palabra es liviana, inmaterial, intrascendente, perecedera; en síntesis, de poco valor. La concebimos como algo opuesto a los “hechos”, que, por su parte, los asumimos como entidades duras, objetivas, materiales y concretas.
 
Una de las posibles razones para esta percepción de intrascendencia de la palabra tiene que ver quizá con el hecho de que hablar, pronunciar palabras, es una de las actividades más frecuentes y comunes, si no la más, que practicamos como seres humanos. Se ha calculado que una persona pronuncia de promedio unas 70.000 al día. Las utilizamos tanto, tan repetidamente, y también para asuntos tan ordinarios y triviales, que se nos olvida su poder y su valor.

 

La verdad es que los vocablos son también hechos, y muchas veces hechos contundentes, duros, que pueden tener tanta o más trascendencia que acciones físicas o materiales. El gran psicoanalista francés Jacques Lacan hablaba de “la eficacia material de la palabra” aludiendo precisamente a ese enorme potencial de impacto que tiene. Es compresible que tal expresión venga de un psicoanalista, quien, como tal, conoce la capacidad de la palabra como instrumento de terapia y curación. Muchos de los estados emocionales en los que continuamente nos encontramos, sean positivos, como los de optimismo, entusiasmo y alegría, o negativos, como los de angustia, rabia y frustración, a menudo son originados por la palabra, por lo que otro o nosotros mismos nos dice o decimos, o dejamos de decir, porque el silencio es también una palabra, de la misma manera que la ausencia de color es también un color en física: el negro.
 
Una palabra nos puede derrumbar con tanta fuerza como la de un martillazo, y otra, levantarnos con la energía de un buen empujón. Somos muchos los que llevamos para siempre con nosotros la cicatriz o el tesoro de algo horrible o de algo bello que nos dijeron en algún momento de nuestras vidas. Pero el potencial de impacto de la palabra para producir bien o mal es asimétrico. Algunos estudios indican que se necesitan cinco positivas, por ejemplo, de elogio, para compensar una negativa, por ejemplo, irrespetuosa o humillante. Esa proporcionalidad es importante tenerla en cuenta porque solemos creer que una palabra desafortunada, injusta, mal dicha la podemos corregir o deshacer con otra de valor opuesto. No es así.
 
Cuando enumero algunos de los usos que no aplicamos lo suficiente, coloco entre los primeros lugares el reconocimiento al otro. Con esta acción que practicamos poco ocurre algo extraño de explicar. Es algo de lo que todos tenemos gran necesidad; que se puede producir en gran medida a través de la palabra –es decir, que en principio parece de bajo coste producirlo– y de lo cual, sin embargo, hay mucha escasez. Para un economista es difícil entender este fenómeno. Si el reconocimiento se agradece y tiene un alto impacto positivo, ¿cómo puede ser que haya escasez de algo que tiene gran demanda, cuesta poco realizar y sus productores pueden ser altamente retribuidos?

 

En algunos ámbitos de nuestras vidas se ha medido ese impacto. Por ejemplo, se sabe que el compromiso laboral, esto es, el grado de entrega y dedicación a nuestro trabajo, está altamente influenciado por el reconocimiento periódico que recibimos de nuestros jefes y colegas de trabajo cuando así lo merecemos. Este a su vez –el compromiso laboral– afecta a variables específicas que van desde la productividad que alcanzamos hasta nuestro bienestar general como individuos. Tal vez a muchos responsables de equipos o empresas no se les ocurre pensar que sus palabras pueden afectar de manera tan importante a la productividad de las personas a quienes dirigen y a su bienestar general.
 
En síntesis, se trata de ser más conscientes del valor y el potencial de la palabra; del mundo que construimos o podemos edificar con ella, fuera y dentro de nosotros mismos. Con ella podemos hacer mucho más de lo que pensamos. En este caso, en vez de decir “¡manos a la obra!”, podemos gritar “¡manos a la palabra!”.

 

Fuente: http://elpaissemanal.elpais.com/

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