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02abr2012

Un poco de antropología para conocernos mejor: los humanos y los lácteos

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Lácteos
Menos remoto, y más engorroso que mortal, es otro de los rasgos que la evolución reciente ha dejado en nosotros. Hace unos 10,000 años, en algún lugar del Fértil Creciente, la zona bañada por los ríos Nilo, Jordán, Tigris y Éufrates -o tal vez en India o el África subsahariana- los humanos domesticamos a la vaca y, con esa primera res, nacieron los lácteos. Vacas y humanos pertenecemos al grupo de los mamíferos. Es decir que, entre otras tantas cosas, tenemos en común las glándulas mamarias productoras de leche. Las mamas sirven para alimentar a las crías después del nacimiento y, llegado el momento del destete, los mamíferos no volvemos a encontrar ese alimento. Con la domesticación de animales productores de leche, millones de años de evolución volaron por los aires: machos y hembras adultos de Homo sapiens podían alimentarse a diario de leche. El problema es que este desarrollo tecnológico -el de los lácteos- está en conflicto con nuestro programa genético. Como mamíferos que somos, a partir de los dos años de edad, paulatinamente dejamos de producir una enzima del intestino delgado clave para poder digerir la leche llamada lactasa. La lactosa no digerida llega al colon donde provoca síntomas de diarrea y, cuando es digerida por las bacterias que allí viven, se convierte en gases -sobre todo hidrógeno- que resultan muy molestos. Sin embargo, muchos adultos intolerantes toman leche en pequeñas cantidades con normalidad -en el café- sin experimentar efectos graves. Pero, como decíamos, los humanos hemos seguido evolucionando y nuevas mutaciones han hecho que una parte de la población siga produciendo esa enzima en la edad adulta. Aunque la mayoría -un 65%- sea intolerante, hay poblaciones con una larga historia de ganadería y consumo de lácteos que tienen una proporción mucho mayor de estos genes -sobre todo en el noroeste de Europa e India y en algunas regiones de Africa-.
Tomado de «Ciencia cierta»
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