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06dic2016

Razón e instinto

  • Por Cazoll
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Una decisión no se toma sólo con la cabeza, sino también con el corazón e incluso con los intestinos, donde los científicos han descubierto células neuronales. Entre las opciones a descartar, serán las entrañas las que nos indicarán cuál elegir.
 
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Tengo un conocido que tras salir varios años con una chica se enfrentaba a dar el difícil paso de pedirle matrimonio. Yo siempre he sostenido que casarse es una decisión irracional porque, si uno lo piensa detenidamente, lo más probable es que no lo haga. Sin embargo, este conocido, que es economista y que aprendió a decir números antes que papá, es profundamente racional, metódico y cuadricu­lado. Así que, para ayudar a decantarse, procedió exactamente del mismo modo que cuando se había de enfrentar a la compra de un automóvil o un inmueble. Abrió una hoja de cálculo en su ordenador, la tituló “matrimonio” y anotó todos aquellos parámetros que tenían que determinar su dictamen personal.
 
Entre todos ellos había aspectos relacionados con la convivencia, la atracción física, la satisfacción sexual, los aspectos económicos, sociales… A cada una de esas variables les otorgó un peso determinado según la importancia que tenían para él y, a renglón seguido, puntuó del 0 al 10 cada uno de los atributos, según él mismo consideró. Le aseguro que esta historia es absolutamente cierta. Cuando la cuento, la mayoría de personas, especialmente las del sexo femenino, se llevan las manos a la cabeza. A las del masculino les suele divertir mucho. Las mujeres son mucho más emocionales; para ellas, los sentimientos prevalecen sobre las razones.

 

La toma de decisiones en cuestiones trascendentales es un asunto muy complejo que ha sido abordado por investigadores sociales, psicólogos y neurólogos. Se sabe desde hace mucho tiempo que a la hora de elegir actúan dos tipos de fuerzas. Por un lado, las racionales, basadas en los hechos y en las probabilidades. En el caso de mi conocido, es el equivalente a la hoja de cálculo. En otros ámbitos, como por ejemplo el laboral, los elementos puramente lógicos serían el salario, el horario o la solvencia de la empresa. Por otra parte están las fuerzas no racionales, que incluyen aspectos tan ignotos e insondables como las emociones, la intuición, el miedo o el deseo. Los investigadores no cuestionan estos dos elementos, sino que dirigen su atención a comprender cómo interactúan, se retroalimentan, y sobre todo, la manera de proceder de nuestra inteligencia para resolver las contradicciones que se producen entre lo racional y lo emocional. Los argumentos a favor y en contra de una decisión funcionan a base de gradientes: por ejemplo, valorar si esa persona me gusta algo, poco, mucho, bastante o nada. Sin embargo, las decisiones son binarias. Lo compro o no lo compro. Me caso o no. Acepto este empleo o lo rechazo. Ahí radica la dificultad. Decidir consiste en convertir una variable continua en otra dicotómica. ¿Quién se ocupa de ello?

 

Pues según el filósofo José Antonio Marina, lo hace la llamada inteligencia ejecutiva, encargada de combinar toda la información disponible (racional o irracional) para tomar la mejor decisión y dirigir nuestras vidas hacia la máxima felicidad y satisfacción. Para la inteligencia ejecutiva no existe esta separación entre argumentos racionales e irracionales. La memoria, los recuerdos, los hechos y las probabilidades adquieren tanto peso como la imaginación, el deseo o el miedo. Todos son elementos que aventuran el posible futuro que desencadena una decisión determinada. De ahí emana la intuición, tachada durante mucho tiempo de superstición, prejuicio o falta de fundamento y que en la actualidad es ya objeto de estudio como un tipo de pensamiento inductivo que, si bien carece del llamado objeto de prueba o demostración, no está exento de razones.

 

Recientemente se han descubierto células neuronales en los intestinos que se han dado a conocer como el tercer cerebro. Los dos primeros son el cerebro propiamente dicho y el corazón, donde también se hallan neuronas. Bajo mi punto de vista, y aunque no lo haya probado científicamente, creo que razón y corazón se combinan del siguiente modo: la razón actúa como un guardián. Es decir, utilizamos los elementos lógicos para descartar las peores alternativas que se nos presentan y seleccionar únicamente unas pocas entre las que finalmente tomar una decisión. El pensamiento racional actúa como un filtro: descarta variables y coloca las opciones en un determinado ranking de preferencias: digamos que determina los finalistas. A partir de ahí, la elección se toma con el corazón, la intuición o las entrañas. Y esto es así porque el ser humano decide proyectándose hacia el futuro y no mirando hacia el pasado. Es decir, se decanta por una opción porque piensa que va a serle más provechosa o a hacerle más feliz. Y ahí intervienen más factores intuitivos que racionales. La imaginación proyecta; la memoria recuerda. Y pienso que decidimos, principalmente, proyectando.
 
Incluso en el caso de mi conocido, estoy seguro de que, cuando su hoja de cálculo arrojó la cifra final, tuvo que apagar el ordenador y volver a preguntarse: ¿qué hago? Entonces pensó en el futuro e imaginó cómo sería la vida al lado de su novia. Por cierto, sigue casado con ella. Dos décadas después, tienen varios hijos y son felices. Lo que nunca le contó fue cómo tomó aquella decisión porque estoy convencido de que no le hubiese hecho mucha gracia. Pero funcionó. Caramba si funcionó.

 

Fernando Trias de Bes
 
Fuente: http://elpaissemanal.elpais.com/confidencias/neuronas-intestinos/

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